miércoles, 4 de junio de 2014

El jardinero

Es habitual en Londres que tu día a día parezca sacado de una película.

Y no lo digo por las obras de Navidad de nuestros coles, aunque nada tengan que envidiar a los musicales del West End.

Tampoco lo digo por mi recorrido cuando salgo a correr -o a perder el resuello intentandolo. Normalmente bajo desde Saint Paul's hasta el Tate por el Millenium Bridge y luego por Southwalk hasta saludar al Big Ben. Es tan espectacular que montones de pelis han sido rodadas a lo largo del trayecto, pero yo no puedo evitar acordarme de Macht Point.

Tampoco hablo de encontrarte por la calle con Colin. O tener una copia clónica de Hugh Grant en la oficina, incluida tez lechosa y dicción característica de las universidades más elitistas de Inglaterra.

Afortunadamente, ni mi vida laboral, ni la de mi marido se parecen en nada al Lobo de Wall Street. Para tranquilidad de nuestras madres.

Me refiero al jardinero.

Si, el jardinero, que vuelve a darle un paralelismo a mi vida con la famosa serie de Desperate Housewives que me resulta un tanto cómico.

Aunque parezca una serie insulsa, a medida que me acerco a los 40, me doy cuenta del realismo cruel que se gasta cuando retrata a las mujeres afrontando la crisis de la media edad. Terminada mi fase “Bree”, -horneo los mejores cupcakes, preparo las fiestas más detallistas y me embarco en los proyectos DIY más ambiciosos- nos hemos metido de lleno en la fase de la latina de la serie.

El jardinero. Mi vida ha sido decorada de nuevo con el tópico del jardinero hecho realidad.

Lo mandó el sábado por la mañana nuestro casero. O sea que yo no tengo nada que ver en la elección. Que quede claro.

Yo abrí la puerta con otras expectativas, lo reconozco, y mea culpa por pensar que me encontraría con alguien enfundado en mono verde de grueso algodón, con la piel estropeada y arrugada por el sol, con su gorra, y, si no cronológicamente mayor que yo, que al menos lo pareciese.

Llevaba trasteando toda la mañana de la casa a los niños, de los niños a la casa; y cuando sonó el timbre, bañaba a las fieras.  

Abro la puerta y me encuentro con una sonrisa profiden, unos pantalones chinos, camisa remangada al antebrazo y una piel ligeramente bronceada por el sol.

Horror. Y yo con estos pelos. Literal. Que es lo que pasa cuando le abres la puerta a un jardinero que pasaría sin problemas el casting de Christian Grey y tu andas aun con los pantalones del pijama, cualquier camiseta que has sacado del armario, un moño chapucero y… y..., y no sigo con la descripción por pudor, pero si lo hiciera conseguiría realmente darle a la escena el dramatismo que se merece.

De repente soy consciente de las pintas que llevo, una cuestión que llevaba ignorando toda la mañana y que inconscientemente justificaba con que no eran del todo discordantes con mi sesión de marujeo matutino.

Le mando hacia el jardín -donde estaba E- sin acompañarle y me encierro cuanto antes en el baño -donde mi aspecto no es tan dramáticamente inadecuado- con mis pequeños monstruos, que esa mañana han decidido poner a su madre al límite.

Si creéis que mi sentido del ridículo no puede alcanzar cotas más altas os equivocáis. Justo cuando le estaba echando una bronca a chillido limpio al mayor por hacer el cretino en la bañera, oigo el portazo de la puerta principal.

Mr. Grey/Jardinero se ha ido, ha sido testigo de los gritos en el baño, y es probable que en este momento esté llamando a los servicios sociales.  

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